Todas las entradas de: Tato Contissa

La juventud, finalmente, es maravillosa

Dar examen de revolucionario fue una tarea que en los setenta nos devoró mucha energía. Y quizá nos distrajo. La izquierda compañera de los sectores medios no peronistas, entre los que destacaban los hijos contestatarios de gorilas libertadores y los epígonos del nacionalismo católico, ocupaban dos de los tres bancos de la mesa examinadora. La tercera era la silla del marxismo ortodoxo y bienpensante, la más jodida de las sillas. Nosotros, también de clase media (una nacida o resucitada por el peronismo) nos debatíamos en las dudas que generaban las categorías retóricas de los examinadores. En los sectores medios bajos y bajos, esas dudas no existían. El poder de la memoria grabada sobre el cuerpo familiar del pueblo suele ser inconmovible.

 

No lo era todo. Estaban nuestros primos de la “derecha peronista”, los de la juventud sindical, algunos de los cuales terminaron jugando de Caín cuando a todos nos tocó jugar de Abel. Para bien o para mal, queriendo por querer o queriendo como se quiere a lo inevitable, la cultura del peronismo se tragó todo lo que no se tragaron las cámaras de tortura.

Y los años que siguieron nos resucitaron las “culpas” de la infancia, pero en formas distintas, aterradoras algunas, embebidas en rencor otras, horadadas de cinismo las más, todas devastadoras.

 

A principios de los ochenta hubiésemos podido empezar a hablar, no sé si con sensatez, pero quizá el hurgar en la memoria reciente nos habría permitido encontrar alguna pregunta necesitada de respuesta. Sucedió que había otras voces y otro relato. Vocinglería que salía de debajo de las camas y que entonaba una octava arriba, una octava abajo, la música del antiperonismo que había superado salvo el silencio de la dictadura. Era la generación que seguía, o la propia que no habíamos conocido. Nos sentimos extraños, extranjeros, raramente exiliados.(*)

 

Cuando superamos los cuarenta nos dimos cuenta que amábamos más al país que a nuestro empecinamiento. Algunos.

Tratamos de poner alguna letra cuña en las grietas del edificio de mentiras. Pocas veces lo logramos.

Entonces la juventud se había ido, y con ella la maravilla prometida.

 

Estos tiempos son diferentes. ¡Vaya verdad! Pero lo son de un ser también diverso, porque las banderas de nuestras derrotas y de nuestras victorias no enredan los pies marchantes de los pibes, y así algunas voces a las que no les prestamos toda la atención necesaria, distraídos como estábamos, suenan entre los muchachos y muchachas con otro tenor.

 

Podría explicarlo de otra manera, una que no nos castigara tanto. Decir por ejemplo que las versiones de la derecha contemporánea tiene la funcional estrechez intelectual de un Macri, y que la izquierda institucional parece una estudiantina, de tal suerte que no haya con quien discutir alguna cosa con nadie fuera del campo nacional y popular. Eso es un quita pudores importante para los compañeros de debajo de los treinta, porque les evita distracciones, les elimina una carga de culpa que pudimos haberles heredado y los lanza a la tarea de ser el corazón de la lucha presente y en ese hacer, recuperar para todos la maravilla perdida.

 

(*) Esto fue escrito en 1986, ya residiendo en Bariloche, en dónde habité por casi veinte años

 

 

¿Sabés por qué me fui?
¿Por qué partí el farol del paraíso y me partí?
¿Sabés por qué entregué las furias enteras y las trizas,
rindiendo las murallas enanas,
petizas de mis ganas
Subiéndole el gas a las amnesias y bajando las defensas?
¿Sabés por qué me fui?
Quiero entregarlo ahora,
entregarlo, no decirlo.
Ahora que los otros exilios se cotizan
y vuelven a ganar los ventajitas.
¿Sabés por qué me fui,
de aquí…de vos…de mis amores?
Nos enseñaron a creer que nos debíamos…
Hasta el poder querer era un regalo,
un gesto secular, la herencia bendita de la patria,
una patria de cancha de bolitas, única batalla en la que se gana de rodillas.
Nos enseñaron a pensarnos leña ardiendo en los hornos de la historia,
sesgo vital en la rama del designio,
sal de la masa que habría de ser el pan de los futuros.
Nos enseñaron a ser duros,
Austeros,
espartanos.
A ponerlo todo en una mano para derribar los muros enemigos
A arder de trigos
A plantar hermanos
Y hacer de la casa de todos un lugar seguro.
Nos enseñaron que se vuelve
Que la verdad estaba y se regresa,
se la rescata de la nota injusta, aleve
con que los hijos de puta la secuestran.
Y la verdad se bañaba así en los bríos
Incalculablemente…
porque estaba escrito lo que ya sabemos
Que de cualquier manera venceremos.
Nos enseñaron eso y lo aprendimos
Lo engarzamos de almas, lo soñamos
Y haciéndolo materia lo encarnamos,
lo pusimos a andar en las veredas,
en las plazas…en las calles y en las letras,
en una infinita amalgama sin flaquezas.
Así crecí, en la certeza que brillaba en los ojos de los otros
Y creí tocar la filosa angostura del destino
soldado de la fe de los fervores.
Y así crecí seguro de que el viento sabía dónde iba.
Y ni siquiera me pegué el porrazo.
Ni siquiera me comí los cuernos
Ni siquiera me ahogué en el fiero abrazo del infierno.
Tan sólo me encontré perdido en un tablero de absurdas diagonales
en donde los más descomprometidos ,livianos y banales
se disfrazaban de mí mismo y festejaban
un triunfo por el que no habían luchado.
Y yo era el derrotado.
No me dejaban afuera…yo era el afuera,
viendo absurdamente flamear la bandera de mi esfuerzo
en la tribuna de enfrente..
De pronto los muertos no eran míos.
Ni mías las palabras prohibidas
Ni mía la misión de vida por la que sucumbieron tantos….
Y me vi obligado a dar explicaciones
porque tenía vencido e irrenovable
el carné de los derechos adquiridos.
Pasó lo que podía pasar…
el alma se me cagó de frío
Por eso me fui.
A que tuvieran mi hijo la resignación y la derrota
Y que no fuera en tu cuna el nacimiento
de este dolor que parece no estar y siempre brota.
Y me tomé el palo hacia paisaje
Un viaje al suelo
un simple viaje
en donde no hiciera falta ni un poco de coraje
para empezar de nuevo.
Tato Contissa

Ingenieros civiles en el bar de Moe

Julio César aseguraba que el hombre tiende a creer en lo que desea. El deseo colectivo suele pulir las realidades desbastando en sus perfiles incómodos y perfeccionando los relatos que le permitan transitar la historia con la menor confusión posible sobre la naturaleza de sus propios intereses. Los ídolos, las víctimas propiciatorias, los malditos y los benditos se construyen con esa metodología.
Lo que en general se considera permitido ( e inevitable) no puede aceptarse en particular, se trate de la acción intelectual de que se trate. Al periodismo, por caso, no le cabe darse esas licencias.
Con esto digo que forzar tanto dato a que encaje en la línea general de un argumento previamente establecido no es una técnica permitida, y si no limita en lo deshonesto raya al menos en lo caprichoso.
 

La nota bajo firma de Diego Rojas publicada en la última edición de la revista XXIII es una muestra incursa en el procedimiento que menciono en el epígrafe.

 

La tesis a sostener por Rojas es la que sigue: En el peronismo hubo desapariciones; el tercer gobierno (con Perón en vida) procrea ese demonio; incomoda esa certeza porque el peronismo teme que se equiparen esos casos con los producidos a partir de marzo de 1976.

 

Para darle una buena base a la vertical de sus hipótesis el periodista enumera casos en los que matiza asesinatos e intentos de secuestro con una decena de efectivas desapariciones ocurridas en 1955, 1973 y 1974.

Los hechos son vestidos con la camiseta de la metodología para que aparezcan jugando en el mismo equipo de especulaciones.

 

No es necesario (aunque bien podría hacerse) recuperar las relaciones de cada uno de los hechos mencionados por Rojas con otros hechos y otros contextos y que han sido podados a los efectos de no distraernos de la comprobación perseguida. No lo es porque, antes que nada, conviene recordar que los conceptos históricos no pueden divorciarse de su cuño, que suele tener fechas muy precisas. Con esto quiero decir que la desaparición de personas, como política y no como simple metodología represiva, nace entre marzo de 1976 y diciembre del mismo año, lapso en el que se desarrolla la impronta del estado terrorista y se organiza el aparato para el cumplimiento de tal propósito. Incorporar casos anteriores extirpados de sus entornos históricos desnaturaliza tanto las interpretaciones de esos sucesos como la interpretación de la propia dictadura.

 

En julio y en septiembre de 1977, Jorge Rafael Videla, en mensajes públicos y oficiales hace mención a la entidad de los desaparecidos y ofrece difusas interpretaciones sobre su destino.

“¿Qué es un desaparecido? En cuanto éste como tal, es una incógnita el desaparecido. Si reapareciera tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tendría un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido.”
 

“Debemos aceptar como una realidad que en la Argentina hay personas desaparecidas. El problema no está en asegurar o negar esa realidad, sino en saber las razones por las cuales estas personas han desaparecido. Hay varias razones esenciales: han desaparecido por pasar a la clandestinidad y sumarse a la subversión; han desaparecido porque la subversión las eliminó por considerarlas traidoras a su causa; han desaparecido porque en un enfrentamiento, donde ha habido incendios y explosiones, el cadáver fue mutilado hasta resultar irreconocible. Y acepto que puede haber desaparecidos por excesos cometidos durante la represión. Esta es nuestra responsabilidad; las otras alternativas no las gobernamos nosotros. Y es de esta última de la que nos hacemos responsables: el gobierno ha puesto su mayor empeño para evitar que esos casos puedan repetirse.
 

Luego, ya caído blanqueará la decisión de estado en su aberrante y verdadera condición:

 

“No, no se podía fusilar. Pongamos un número, pongamos cinco mil. La sociedad argentina, cambiante, traicionera, no se hubiere bancado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil, 10 mil, 30 mil. No había otra manera. Había que desaparecerlos. Es lo que enseñaban los manuales de la represión en Argelia, en Vietnam. Estuvimos todos de acuerdo. ¿Dar a conocer dónde están los restos? Pero ¿qué es lo que podíamos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo.”
 

Está muy claro el cuño de la desaparición como política, de las razones de la metodología como razones del estado terrorista. Repito, una política, es decir una cuestión de naturaleza muy distinta a la variada calidad de casos mencionados por Rojas.

 

Veo la confusión y me animo a sospechar su causa intelectual porque no me permito juzgar intencionalidad alguna. Pero tengo edad como para evitar descalificaciones y trabajar sobre argumentos y no sobre sospechas.

 

De manera que prefiero hacer dos apuntes en los que Rojas comete aciertos de interpretación sobre informaciones erradas.

 

El gobierno argentino no tomó medidas “a la Chávez” contra el controversial episodio de los Simpson no por diferenciarse en el estilo, sino porque no tenía de dónde tomar modelo, ya que el gobierno de Chávez jamás prohibió la tira sino que la cambió de horario, por cierto que asignándole uno más central.

 

En el mismo sentido no se sostiene sorpresa posible en lo que desencadenó la emisión del episodio, ya que el episodio jamás fue emitido, siendo en cambio que fue adelantado vía Internet por una publicación colega, y luego subido a un sitio de videos en la red. Fue operada tanto en el conocimiento público (porque se advertía cuáles reacciones iban a producir) como en la difusión sobre sus derivaciones. Con una centésima parte del esfuerzo que Rojas ha hecho para vincular hechos que no se relacionan hubiera advertido esto que no es un detalle. Por qué? Porque hace más de dos años que cierta prensa y ciertos hombres de la justicia están intentando tender un puente mágico que una al tercer gobierno peronista con la dictadura cívico militar. Un puente que de tan mágico convierta de un solo golpe de varita al golpista y al derrocado en la misma cosa. Y que de yapa le genere un cálculo al riñón político del actual gobierno peronista.

En septiembre de 1977, Isabel Martínez, daba información en prisión sobre la desaparición de personas acrecentadas en el último semestre a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que se encontraba de visita en el país. El mismo día, ADEPA, organización que reúne a los grandes medios de prensa de la Argentina, les negaba la entrevista a los visitantes. Hoy esa prensa hace de ingeniero civil en la construcción del puente, y contrata a Homero Simpson, sin que éste lo sepa, como operario estrella.

 

Tato Contissa

 

La Máquina de olvidar

La disputa en Paraguay no fue entre una república sospechada de fraudulenta y una oportunidad al país sojuzgado, ni tampoco la menos comprometida visión entre lo que fue y lo que puede ser, no. Para los medios fue la elección entre una mujer y un obispo.

El sistema mediático posmoderno construye todos los días una memoria y un olvido, es decir un verdadero olvido, uno que no deja vacío para la pregunta de nadie, uno que tiene respuestas machacadas para que nadie sienta deseo de preguntar.

Esta entrada fue publicada el Domingo, 20 de Abril de 2008 a las 15:34

Reflectores, endandilados y enceguecidos

Parecen vanos doce años de insistir con que el periodismo hace, con mejor o peor arte, con sublimes o bastardas intenciones, con mayor o menor dependencia de intereses, un relato de la realidad. Parece fútil digo, luego de ver replicado hasta el infinito en estos días de remezones entre medios y gobierno la frase “el periodismo refleja la realidad, peor o mejor, pero la refleja”.

El pergeño vuelve con su misión de escudo de la boca de Marcelo Bonelli, pero bien pudo haber sido otra boca, otra letra, otro canal.

 

La verdad es que la tarea de reflectores no nos ha sido dada, ni la de devolver luces ni la de arrojar la propia sobre los objetos del mundo. Más bien somos recolectores de impresiones ajenas o de pertenencia difusa, sensibles de una sensibilidad diferente para con ciertas manifestaciones de esa realidad. Con esos petates profesionales y alguna que otra dote natural construimos un relato. Nada más, nada menos.

La sociedad mediática, que es en la que vivimos, le ha dado a esas facturas una dimensión inesperable*, cuestión que sintoniza y ajusta con la baladronada de Bonelli, o debiera decir quizá humilde petulancia, para no dejar fuera de la idea que la omnipotencia meneada por el “reflector” implica una modestia tan falsa como amenazante.

El mundo está pletórico de infamias, tanto como de infames, pero las más de las veces los periodistas reflectores obedecen al encandilamiento que esa desmesura de la reputación social de la profesión les provoca. Encandilados, para decirlo en metáfora, aunque las luces de los sets dejan la chance de lo literal.

 

Así vamos, derechito y de cabeza, a la fase tres, que es la del enceguecimiento. Porque nada hay peor para un reflector que el que le señalen cómo y cuánto distorsionan sus luces.

 

 

 

Campo adentro, campo afuera

Doscientas verdades hacen a una confusión que puede ser lo que mil mentiras.

 

El “campo” arrulla al corazón de la patria, es ícono de argentinidad, seduce nuestra hispanidad con bucólicas estampas, incita al exotismo interior de los oficinistas citadinos con sus aires libertarios, trae la imagen del gaucho en su silenciosa heroicidad y su genocidio silenciado, alimenta un orgullo que sólo se califica en los terrenos más acotados del fútbol, nos cobija de nuestra aventura cosmopolita y pro primermundista reservándose como un vestigio aún inexplorado de la identidad.

 

O:

 

El campo es la herramienta y el escenario de nuestra desgracia y nuestro atraso. Configura, en el modelo agroexportador, la base de nuestra dependencia, el fundamento del éxito de la oligarquía trasuntado en la derrota del país posible. Sincera al país feudalizado en la territorialidad de la estancia, cristaliza la democracia ficcionada,  dibuja al peón descalzo, a la ignominia del patrón y al látigo traidor de los capataces, a la opresión más infame y a la entrega.

 

Siendo eso, a pesar de los pesares del tiempo, hoy el campo sirve para otros retozos: El de los gordos boludos que creen que la inteligencia otorga derechos y no genera obligaciones. Los gordos boludos y los bigotudos boludos, es decir con prescindencia del peso y de los afeites: de los boludos.

También al descampe de los politicoides oportunistas que suben y bajan las banderas en aras de construirse espacios en la siembra de desgracias, porque la oposición es un sitio vacante pletórico de promesas y potencialidades.

El de los funcionarios salames que desperdician oportunidades porque imaginan la vida como un área en la que siempre llueven centros sin saber que no siempre los tira Riquelme y que en el campo a veces llueve demasiado y a veces ni siquiera llueve.

El de los gorilas esenciales que esconden su desprecio por las masas debajo de las boinas y encima las botas de cuero y dentro de las estancieras de doble tracción hechas para salir del campo al que rara vez entran.

El de los “luchadores” antioligárquicos que desconocen la cultura del campo, la realidad de esa economía en el terreno y que simplifican todo en el estereotipo.

 

El “campo” argentino es parte de la Argentina colonial, sólo parte, tan parte como su antagonismo urbano. No son ambos los rostros de un país esquizofrénico sino la conjunción de una cultura estúpida, homologable a la estupidez de la mano que renuncia a sus genitales por órdenes que no le vienen de su naturaleza.

 

El país colonial no se anima a ser Nación y se descuartiza de palabra. Por eso no vendría mal una oración al dios que más atento esté:

 

Que quien gobierna piense en el diseño de una política agrícola ganadera, disponga una infraestructura (rutas, calles, energía y servicios) para ese proyecto económico, y aliente una acción demográfica que lo haga posible.

Que los habitantes de los sets y los departamentos abandonen sus interpretaciones de paliers y asuman que son ignorantes de toda ignorancia cuando librepiensan un país que hace rato no es libre.

Que la pelea chica no esconda la amenaza de la derrota grande.

Que el asado de tira, “que no le hace mal a naides”, vuelva a doce pesos el kilo.

No es mucho pedir.

 

Esta entrada fue publicada el Domingo, 6 de Abril de 2008 a las 10:03

Los Veteranos de la ningunaguerra

En 1985 escribí esto, fragmento de un intento de poema de mayor extensión:

Tan sólo me encontré perdido en un tablero de absurdas diagonales

en donde los más descomprometidos ,livianos y banales

se disfrazaban de mí mismo y festejaban

un triunfo por el que no habían luchado.

Y yo era el derrotado.

Sabía que alguna vez podría exponerlo libre de todo resentimiento y en función de una explicación útil en dónde encontraría multitudes de “identificados”. Hoy hartan menos (porque estamos más viejos) las falsas chapas de luchadores. Pero igual joden, sobre todo cuando se usan para habilitar posiciones reaccionarias y antipopulares yéndola de veteranos de guerras tan falsas como supuestas.

Vuelvo al pasado, pero un poco más cercano, 1994. Este es un fraghmento de “Salven a Clark Kent…Exhortaciones ante lamuerte del periodismo” que publiqué en 2005. El personaje soldado es fácil de reconcer, ya no lucha contra el menemismo pero tiene la casa llena de medallas. Digo yo.

 

 

Menem iba por la reelección.

 

Quería que la novia se entregara por derecho tanto como por deseo. Así fue que abrió la calle de su derrotero histórico pavimentándola con una nueva constitución, obra civil que además de lo obvio tradujo las necesidades de los grupos que tanto lo soliviantaban como lo empujaban hacia el futuro.

 

El gesto llevó a las puertas del delirio cualquier vindicación posible de la Constitución del 49, la última base jurídica legítima incontrastable que había sido derogada y reemplazada con amputaciones por un mamarracho.

 

Durante 28 años esa macilenta Carta Magna, la de 1956, sirvió tanto para toda variedad de atropellos al derecho político como para la perpetración de la mayor enajenación económica de la historia, sólo superada por la que vendría después de su reforma. Apenas algunos de los derechos del trabajador se habían salvado de la demolición constitucional comprimidos en ese 14 bis tan obsequiado por los juristas.

 

Había en 1994 entonces, un propicio momento para mirar hacia atrás como quien busca el porvenir.


Pero no. Había en los medios otras necesidades.

 

Ernesto fue destacado en la convención constituyente por el diario. Era joven. En realidad hoy uno lo ve y siente que siempre fue joven, que lo seguirá siendo indefinidamente. Versión desangelada de Hughes Grant  la televisión le otorga patente de transgresor acomodados a las formas requeridas por las nuevas expectaciones y por el nuevo público. Un público que aplaude de corazón la música de la insolencia sin entender casi nada de la letra.

 

Esa tarde de invierno santafesino, en un bar a doscientos metros del paraninfo de la Universidad del Litoral, las cavilaciones de Ernesto navegaban otras honduras distintas de las que podría provocar la historia que se estaba cerrando bajo los pies de los argentinos.

 

Vio a Alberto garrapateando notas sobre un informe de prensa surgido de las oficinas dispuestas en torno al gran circo convencional. Se acercó con aires livianos altamente contrastantes con la sombría y contracturada actitud del otro.

 

Porque Alberto estaba viejo, arrasado, trasegado por los tiempos de resistir, y se refugiaba automáticamente en lo que estos tipos llamaban rigurosidad. Ratas de hemeroteca, viviseccionadores de documentos, rastreadores de incomprensibles insignificancias invendibles cuya trascendencia estaba más en manos de los historiadores que de los jefes de redacción y los dueños de los medios. Ernesto sabía que Alberto era de esos. Un loser  a todas luces y sombras.

 

Alberto Sombras hurgaba papeles en su maletín raído mientras se retorcía frente a la barra de ese revivido café santafecino. Ernesto lo saludó con la displicencia que, parece ser, es la apariencia imprescindible del periodista, una pizca de detective de novela negra y un dejillo de asomada bohemia. Algo que en suma tiende a decir: detrás de este pibe de aspecto difuso, se esconde mucho más de lo que puede advertirse a primera vista.

 

Alberto Luces chispeó – ¿Y nene….llegaste a leer lo de la Constitución de 1826? –

 

Asomaron las paletas separadas más sobre el labio inferior que de costumbre, casi como enjugando saliva en fuga.

 

-No – dijo terminando de descubrirse hasta la encías – se me ocurrió una nota sobre las barrigas de los constituyentes. Formas de abdomen que pueden insinuar abundancia o descuido, algo de más color. ¿Viste que la panza y lo burgués y el mal gusto funcionan en paralelo? Bueno…me iluminó. Tiré la idea y en la redacción les pareció excelente.-

 

Alberto Luces y Sombras tardó en reaccionar.

 

Tardó como quince años.

 

Tanto tardó, que ya era tarde.

 

Me pareció mejor traer esta vieja bronca, gastada y sin filo, que dejar que me gane una nueva, mejor destinada para los verdaderos enemigos.

 

Esta entrada fue publicada el Lunes, 24 de Agosto de 2009 a las 16:40

Salven a Clark Kent

Este libro fue publicado en 2005 por la editorial Corregidor.

Actualmente no existen ejemplares disponibles en la editorial.

 

El periodismo muere sin dar noticia de su muerte. Trabaja para sumar más desconfianzas, odios y temores, dedicando su tiempo a la construcción de vanidades y a la producción de naderías.

El periodismo tal y cual fue concebido originalmente desaparece junto con el periodista. En su lugar, un personaje fatuo y banal, yergue sus vanaglorias y ramplonerías por encima de un mundo que, quizá como nunca en su historia, demanda una inteligencia mejor para salir de la trocha de su destino ruinoso. Ese personaje no es un individuo, sino una cultura desgraciada que pringa aquí y allá sin nadie que se libre totalmente de la mancha.

Muñecos maquillados y veleidosos, traficantes de influencias, manipuladores intelectuales y espirituales, fabricantes de escándalos o simplemente estúpidos engreídos, los personajes en los que encarna buena parte del periodismo contemporáneo se están devorando los últimos restos de prestigio.

«Salven a Clark Kent» es por momentos un grito, un color de mofa, una exhortación ética o una vivisección preciosa del estado de una de las profesiones imprescindibles para el sostenimiento de las democracias.

Tato Contissa diapositiva en las trescientas tomas de este libro la cara maquillada del cuarto poder, sus pequeñas miserias, su fatalidad, y la puerta por la que puede escaparse su destino hasta ahora inexorable.

Con relato de novela negra, ensayo y aguafuerte, los aforismos de «Salven…» recorren ocho años de trabajo en la detección de las diversas formas de manipulación que constituyen el repertorio con el que «el periodismo hegemónico» se ofrece al poder, casi obscenamente, como herramienta para su consagración.

Un libro imprescindible para iniciar la verdadera discusión.

Salven a Clark Kent

El juego del ahorcado

Este libro fue publicado en 2002 por la editorial Corregidor. Actualmente no existen ejemplares disponibles en la editorial.

¿Es posible que se produzcan hoy victimizaciones mediáticas, como en el medioevo se produjeron las quemas de brujas en la plaza pública? ¿Cuáles son los mecanismos que intervienen en la cosntrucción de una victimización de esta naturaleza? ¿Los medios pueden matar? ¿Cómo y por qué matan los medios? ¿Casualidad o premeditación? ¿Qué persigue ese poder? ¿Justicia por mano propia o simple perversión y lujuria de poder?

Con trazos de óleo grueso y colorido, Tato Contissa compone un cuadro que patentiza a la sociedad contemporánea con lugar en la Argentina. Los traicioneros telones cortesanos de la política en general y del menemismo en particular, las consecuencias de la despolitización de la sociedad argentina de los últimos treinta años, la farandulización de la política y el asalto de los medios al poder económico y sus apetitos por quedarse con la totalidad de la mediación social, y loa pérdida de la medida del rol profesional del periodismo son algunas de las avenidas por donde transita el relato, a veces novelesco, a veces periodístico y otras con aguzado tinte sociológico.

El caso Grosso y el complementario caso Dreyfus son las piedras de toque sobre las que se procede a a descripción de un proceso que se está haciendo recurrente en la Argentina del nuevo siglo: el de la victimización social mediática. El político como el judío contemporáneo, la incapacidad social para asumir la responsabilidad de la derrota, las tácticas demagógicas de los medios y la muerte de la política arman las reglas de un juego en el que ya se están agotando los condenados y que amenaza con lanzar sus cargas de violencia sobre los propios jugadores.

Tanto como si las víctimas tomadas sean o no inocentes, y a la sombra de un nuevo patíbulo, los nombres de personajes destacados del periodismo, el mundo empresario, y la política proyectan sus figuras chinescas sobre la construcción de una realidad mediatizada en la que la verdad parece no tener ninguna importancia. Yabrán, Cavallo, Hadad, Bauzá, Gelblung, Manzano, Lanata, Menem, Neustadt, Rodríguez Saá, enhebran en un libro que desnuda parte de la historia contemporánea de los argentinos.

El Juego del Ahorcado es una sonda lanzada al interior mismo de la sociedad mediática, una demostración del cómo somos, un manifiesto de reclamo a la ética periodística, y, al mismo tiempo, una hermosa aventura literaria.

El Juego del Ahorcado