La juventud, finalmente, es maravillosa

Dar examen de revolucionario fue una tarea que en los setenta nos devoró mucha energía. Y quizá nos distrajo. La izquierda compañera de los sectores medios no peronistas, entre los que destacaban los hijos contestatarios de gorilas libertadores y los epígonos del nacionalismo católico, ocupaban dos de los tres bancos de la mesa examinadora. La tercera era la silla del marxismo ortodoxo y bienpensante, la más jodida de las sillas. Nosotros, también de clase media (una nacida o resucitada por el peronismo) nos debatíamos en las dudas que generaban las categorías retóricas de los examinadores. En los sectores medios bajos y bajos, esas dudas no existían. El poder de la memoria grabada sobre el cuerpo familiar del pueblo suele ser inconmovible.

 

No lo era todo. Estaban nuestros primos de la “derecha peronista”, los de la juventud sindical, algunos de los cuales terminaron jugando de Caín cuando a todos nos tocó jugar de Abel. Para bien o para mal, queriendo por querer o queriendo como se quiere a lo inevitable, la cultura del peronismo se tragó todo lo que no se tragaron las cámaras de tortura.

Y los años que siguieron nos resucitaron las “culpas” de la infancia, pero en formas distintas, aterradoras algunas, embebidas en rencor otras, horadadas de cinismo las más, todas devastadoras.

 

A principios de los ochenta hubiésemos podido empezar a hablar, no sé si con sensatez, pero quizá el hurgar en la memoria reciente nos habría permitido encontrar alguna pregunta necesitada de respuesta. Sucedió que había otras voces y otro relato. Vocinglería que salía de debajo de las camas y que entonaba una octava arriba, una octava abajo, la música del antiperonismo que había superado salvo el silencio de la dictadura. Era la generación que seguía, o la propia que no habíamos conocido. Nos sentimos extraños, extranjeros, raramente exiliados.(*)

 

Cuando superamos los cuarenta nos dimos cuenta que amábamos más al país que a nuestro empecinamiento. Algunos.

Tratamos de poner alguna letra cuña en las grietas del edificio de mentiras. Pocas veces lo logramos.

Entonces la juventud se había ido, y con ella la maravilla prometida.

 

Estos tiempos son diferentes. ¡Vaya verdad! Pero lo son de un ser también diverso, porque las banderas de nuestras derrotas y de nuestras victorias no enredan los pies marchantes de los pibes, y así algunas voces a las que no les prestamos toda la atención necesaria, distraídos como estábamos, suenan entre los muchachos y muchachas con otro tenor.

 

Podría explicarlo de otra manera, una que no nos castigara tanto. Decir por ejemplo que las versiones de la derecha contemporánea tiene la funcional estrechez intelectual de un Macri, y que la izquierda institucional parece una estudiantina, de tal suerte que no haya con quien discutir alguna cosa con nadie fuera del campo nacional y popular. Eso es un quita pudores importante para los compañeros de debajo de los treinta, porque les evita distracciones, les elimina una carga de culpa que pudimos haberles heredado y los lanza a la tarea de ser el corazón de la lucha presente y en ese hacer, recuperar para todos la maravilla perdida.

 

(*) Esto fue escrito en 1986, ya residiendo en Bariloche, en dónde habité por casi veinte años

 

 

¿Sabés por qué me fui?
¿Por qué partí el farol del paraíso y me partí?
¿Sabés por qué entregué las furias enteras y las trizas,
rindiendo las murallas enanas,
petizas de mis ganas
Subiéndole el gas a las amnesias y bajando las defensas?
¿Sabés por qué me fui?
Quiero entregarlo ahora,
entregarlo, no decirlo.
Ahora que los otros exilios se cotizan
y vuelven a ganar los ventajitas.
¿Sabés por qué me fui,
de aquí…de vos…de mis amores?
Nos enseñaron a creer que nos debíamos…
Hasta el poder querer era un regalo,
un gesto secular, la herencia bendita de la patria,
una patria de cancha de bolitas, única batalla en la que se gana de rodillas.
Nos enseñaron a pensarnos leña ardiendo en los hornos de la historia,
sesgo vital en la rama del designio,
sal de la masa que habría de ser el pan de los futuros.
Nos enseñaron a ser duros,
Austeros,
espartanos.
A ponerlo todo en una mano para derribar los muros enemigos
A arder de trigos
A plantar hermanos
Y hacer de la casa de todos un lugar seguro.
Nos enseñaron que se vuelve
Que la verdad estaba y se regresa,
se la rescata de la nota injusta, aleve
con que los hijos de puta la secuestran.
Y la verdad se bañaba así en los bríos
Incalculablemente…
porque estaba escrito lo que ya sabemos
Que de cualquier manera venceremos.
Nos enseñaron eso y lo aprendimos
Lo engarzamos de almas, lo soñamos
Y haciéndolo materia lo encarnamos,
lo pusimos a andar en las veredas,
en las plazas…en las calles y en las letras,
en una infinita amalgama sin flaquezas.
Así crecí, en la certeza que brillaba en los ojos de los otros
Y creí tocar la filosa angostura del destino
soldado de la fe de los fervores.
Y así crecí seguro de que el viento sabía dónde iba.
Y ni siquiera me pegué el porrazo.
Ni siquiera me comí los cuernos
Ni siquiera me ahogué en el fiero abrazo del infierno.
Tan sólo me encontré perdido en un tablero de absurdas diagonales
en donde los más descomprometidos ,livianos y banales
se disfrazaban de mí mismo y festejaban
un triunfo por el que no habían luchado.
Y yo era el derrotado.
No me dejaban afuera…yo era el afuera,
viendo absurdamente flamear la bandera de mi esfuerzo
en la tribuna de enfrente..
De pronto los muertos no eran míos.
Ni mías las palabras prohibidas
Ni mía la misión de vida por la que sucumbieron tantos….
Y me vi obligado a dar explicaciones
porque tenía vencido e irrenovable
el carné de los derechos adquiridos.
Pasó lo que podía pasar…
el alma se me cagó de frío
Por eso me fui.
A que tuvieran mi hijo la resignación y la derrota
Y que no fuera en tu cuna el nacimiento
de este dolor que parece no estar y siempre brota.
Y me tomé el palo hacia paisaje
Un viaje al suelo
un simple viaje
en donde no hiciera falta ni un poco de coraje
para empezar de nuevo.
Tato Contissa