Doscientas verdades hacen a una confusión que puede ser lo que mil mentiras.
El “campo” arrulla al corazón de la patria, es ícono de argentinidad, seduce nuestra hispanidad con bucólicas estampas, incita al exotismo interior de los oficinistas citadinos con sus aires libertarios, trae la imagen del gaucho en su silenciosa heroicidad y su genocidio silenciado, alimenta un orgullo que sólo se califica en los terrenos más acotados del fútbol, nos cobija de nuestra aventura cosmopolita y pro primermundista reservándose como un vestigio aún inexplorado de la identidad.
O:
El campo es la herramienta y el escenario de nuestra desgracia y nuestro atraso. Configura, en el modelo agroexportador, la base de nuestra dependencia, el fundamento del éxito de la oligarquía trasuntado en la derrota del país posible. Sincera al país feudalizado en la territorialidad de la estancia, cristaliza la democracia ficcionada, dibuja al peón descalzo, a la ignominia del patrón y al látigo traidor de los capataces, a la opresión más infame y a la entrega.
Siendo eso, a pesar de los pesares del tiempo, hoy el campo sirve para otros retozos: El de los gordos boludos que creen que la inteligencia otorga derechos y no genera obligaciones. Los gordos boludos y los bigotudos boludos, es decir con prescindencia del peso y de los afeites: de los boludos.
También al descampe de los politicoides oportunistas que suben y bajan las banderas en aras de construirse espacios en la siembra de desgracias, porque la oposición es un sitio vacante pletórico de promesas y potencialidades.
El de los funcionarios salames que desperdician oportunidades porque imaginan la vida como un área en la que siempre llueven centros sin saber que no siempre los tira Riquelme y que en el campo a veces llueve demasiado y a veces ni siquiera llueve.
El de los gorilas esenciales que esconden su desprecio por las masas debajo de las boinas y encima las botas de cuero y dentro de las estancieras de doble tracción hechas para salir del campo al que rara vez entran.
El de los “luchadores” antioligárquicos que desconocen la cultura del campo, la realidad de esa economía en el terreno y que simplifican todo en el estereotipo.
El “campo” argentino es parte de la Argentina colonial, sólo parte, tan parte como su antagonismo urbano. No son ambos los rostros de un país esquizofrénico sino la conjunción de una cultura estúpida, homologable a la estupidez de la mano que renuncia a sus genitales por órdenes que no le vienen de su naturaleza.
El país colonial no se anima a ser Nación y se descuartiza de palabra. Por eso no vendría mal una oración al dios que más atento esté:
Que quien gobierna piense en el diseño de una política agrícola ganadera, disponga una infraestructura (rutas, calles, energía y servicios) para ese proyecto económico, y aliente una acción demográfica que lo haga posible.
Que los habitantes de los sets y los departamentos abandonen sus interpretaciones de paliers y asuman que son ignorantes de toda ignorancia cuando librepiensan un país que hace rato no es libre.
Que la pelea chica no esconda la amenaza de la derrota grande.
Que el asado de tira, “que no le hace mal a naides”, vuelva a doce pesos el kilo.
No es mucho pedir.
Esta entrada fue publicada el Domingo, 6 de Abril de 2008 a las 10:03