Este es otro fragmento de Salven a Clark Kent. Editorial Corregidor. Abril de 2005.
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Está el Blumberg de carne y hueso y está el otro, la construcción mediática, la medida canónica de los sectores medios que encontraron un dolor de identidad y una glorificación de sus temores.
La ideología de esos sectores, que atraviesa toda la sociedad, vertebra además la cultura de los medios.
Los medios piensan como la clase media, la gente en los medios es la clase media. El sentido común, para esta cultura, es el sentido “del común de la gente”. Y aún cuando el periodismo se siente (y se desea) ajeno a ese anonimato, no cesa de reverenciarlo en el discurso. Su adicción a las audiencias construye una demagogia suficiente para envaselinar la columna mercurial de los ratings.
Por eso uno y otro Blumberg se han convertido por un tiempo indeterminado en la piedra de toque de la referencia mediática. Pocos se atreven a rozar la túnica del nuevo tribuno. Un tribuno que no cesa de atropellar a las instituciones que desconoce y que ignora indeliberadamente.
Indeliberadamente porque la ignorancia de Blumberg es genuina, la misma ignorancia que los sectores medios mayoritariamente tienen sobre la cosa pública.
Pocos se atreven a contrariar al personaje. Casi nadie. Los periodistas más aventurados juegan al sosiego y al equilibrio, y hasta a la condescendencia ante cada infortunio verbal del nuevo santo.
Los griegos llamaban a quien se desentendía de la cosa pública: idiota. Una paradójica idiotacracia se apoya en el terror del periodismo a desafiar la caprichosa voluntad de las audiencias.
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Sintió la carga amenazante de la voz del contestador. Era una mujer, mucho peor para él. Con la pesadez admonitoria de una esposa defraudada, de una hermana beligerante, de una hija hastiada, de una madre abochornada ante la conducta del hijo.
– Después de eso que leyeron pienso cambiar de radio. Ustedes no tienen derecho a degradar la persona del padre de Axel.-
Se había tomado en serio la modalidad de los mensajes telefónicos al aire. Tanto que ya casi ni chequeaban lo que salía. De manera que la voz de esa indignación golpeó con furia inesperada.
Había tres cosas. La primera “cosa” era la cosa del temor. La sentía alrededor de los ojos, en el cuello, en los bronquios, como un sofoco. Era el temor a desaparecer por efecto de cambio de dial. Conocía esa condena, puesto que había vivido una vida de culpable. Una vida de decir lo que más le parecía, lo que más concluía, lo que se presentaba ante su conciencia luego de haber reunido datos, contrastándolos y finalmente reflexionado. Esa tarea siempre lo alejaba del sentido común y lo acercaba a su patíbulo. Se había entrenado para convencer, y para convencer había que argüir. Y argumentar era investigar, estudiar, trabajar. Le parecía escuchar la voz del Ruso haciéndole el favor de amigo de una condescendencia compasiva diciéndole mientras comentaba sus escritos:
-Qué manera de esforzarte por ganar amigos que tenés.-
Pero al Ruso le importaba más el amigo que el periodista (porque casi amigos ya no tiene) y siempre terminaba mirándolo como quien mira el irremediable trayecto de alguien que acaba de caer por el hueco del ascensor.
Él en cambio, se obstinaba en sostener la forma del periodismo que no recordaba quién le había enseñado.
Supo tarde, cuando ya la modalidad se le había hecho hábito, que la tarea no era la de convencer sino la de coincidir, la de captar el temperamento de “la gente” y reproducirlo con fidelidad, la de halagar el oído del oyente, la de decir “lo que la gente quiere oír”. Y aún cuando tarde, cuándo tarde eso ya le era sabido, no lograba sino apenas aproximaciones y, como en ese caso, cuando el asunto lo desbordaba, cuando el resultado de su pensar se le volvía irrefrenable, volvía a contrariar al “soberano” y a recibir la condena.
La segunda cosa era que le tiraban a Axel por la cara. Le tiraban la poderosa y fantasmal figura del chico asesinado como la carga de la prueba. Lo inhabilitaban silenciándolo con la impronta de la muerte, con su indiscutible fatalidad. Lo ponían en ese lugar en el que el gesto condenatorio clausuraba todo pensamiento posible.
Ahora hijito mío tenés que sentir. Y sentir significa imbuirte del sentimiento promedio de la audiencia. Mutar extático al inconsciente colectivo en una relación que siempre te obstinarás en vincular con “el uno y el todo”. Muy oriental y muy a propósito.
La tercera cosa era la necesidad de una tanda, otro par de mensajes, un tema musical y un respiro. Había pecado de una inteligencia prohibida en el paraíso mediático. Dios estaba enfurecido, y muy dispuesto a escuchar la radio de Hadad.
Tato Contissa, el sábado, 9 de octubre de 2010 a la(s) 21:33 ·